Mashup para Oscar López: “Dos puentes, un pozo y cuatro casas”

Oscar López Rivera
Oscar López Rivera

Querida Karina. Después de la familia, lo que más echo de menos es el mar.

Querido Oscar, a veces, extraño más el mar que a mi familia. No siempre, en Rio, por ejemplo, uno ve el mar constantemente. Pero en Madrid no. En Madrid estuve 21 días sin ver el mar. Cuando llegamos a La Granja, un lugar hermosísimo cerca de Segovia, le decía a Antonio que detrás de esas montañas, unas montañas que se ven a lo lejos, estaba el mar. Y Antonio se reía y me entendía, porque él viene de Canarias y sabe de la sensación de asfixia que producen las ciudades sin mar. Y me dejaba creer que el mar estaba cerca, sin un «te acostumbrarás» de consuelo.

Ya han pasado 35 años desde la última vez que lo vi. Pero lo he pintado muchas veces, tanto la parte del Atlántico como la del Caribe, esa espuma sonriente en Cabo Rojo, que es de la luz mezclada con la sal.

Acá en Cuba es diferente. El mar se divide en costa norte y costa sur. Cuando nos fuimos a la Isla, por ejemplo, un pedazo de tierra bellísimo al sur de Cuba, jugábamos a bañarnos en la costa norte; para contrariar a aquella geografía que nos había enviado al sur. O, quizá, porque no teníamos mucho que hacer. Ya no sé bien.

Para cualquier puertorriqueño, vivir lejos del mar es algo casi incomprensible. Y para cualquier cubano. Es distinto cuando uno sabe que está en libertad de moverse a cualquier parte y de viajar a verlo. No importa que sea gris y frío. Aunque veas el mar en un país lejano, te das cuenta de que recomienza siempre (como dijo un poeta), y que por ese mar pueden pasar los peces que se acercaron a tu tierra, y que llegan de allá trayéndote recuerdos.

Una tarde, cuando estaba en Rio, en una zona que se llama Barra de Tijuca, salimos a la playa. Las playas en Rio son un hormiguero en verano. La arena resulta difícil de ver entre tanta sombrilla roja y asientos y toallas. Pero en el agua hay pocos. Casi nadie se atreve a entrar. Pero tú y yo, Oscar sabemos de las cálidas aguas del Caribe. Quizás hubieras hecho lo mismo. Lanzarte al mar. Y ya estaba casi morada cuando por fin salí. El agua de Rio es helada, parecen puntillas pinchándote los pies, las rodillas, los muslos, la barriga. Y uno cree que se va a morir de frío. Pero luego sales, y hay 40 grados fuera y quieres volver a helarte.

Aprendí a nadar a muy temprana edad, debía tener unos tres años. Un primo de mi padre, que vivía con nosotros y era para mí como un hermano mayor, me llevaba a la playa donde solía nadar con sus amigos, y me lanzaba al agua para que yo aprendiera. Luego, cuando estaba en la escuela, solía escaparme con otros niños hasta un río cercano. Todo eso ahora me parece lejano.

Yo nunca supe nadar. Pero eso no me impidió flotar en el agua hasta que ya no diera pie, porque no podía tenerle miedo al mar. Coordinar las brazadas y las patadas era una pesadilla. Pero podía intentar avanzar en el agua, aunque fuera mediante métodos menos ortodoxos. Chapoteaba. Creo que aprendí a chapotear el tiempo justo que tarda regresar de lo hondo a la orilla.

Aquí en la cárcel he sentido muchas veces la nostalgia del mar; de olerlo a todo pulmón; de tocarlo y mojarme los labios, pero enseguida me doy cuenta de que quizá tengan que pasar años antes de darme ese sencillo gusto.

El mar se extraña siempre, pero creo que nunca lo necesité tanto como cuando me trasladaron desde la prisión de Marion, en Illinois, a la de Florence, en Colorado. En Marion, yo salía al patio una vez a la semana, y desde allí veía los árboles, los pájaros… Oía el ruido del tren y el cantío de las chicharras. Corría por la tierra y la olía. Podía agarrar la yerba y dejar que las mariposas me rodearan. Pero en Florence todo eso terminó.

¿Sabes que la ADX, que es la prisión de máxima seguridad de Florence, está destinada a los peores criminales de Estados Unidos y se considera la más inexpugnable y dura del país? Allí los presos no tienen contacto entre sí, es un laberinto de acero y cemento construido para aislar e incapacitar. Yo estuve entre los hombres que estrenaron esa cárcel.

Al llegar, me despertaban varias veces por la noche y en mucho tiempo no logré dormir por un período mayor de 50 minutos. En aquella galera éramos sólo cuatro presos, pero uno de ellos tenía un largo historial de problemas mentales y se pasaba la noche y el día gritando obscenidades, peleando su guerra contra enemigos invisibles. Estábamos casi todo el tiempo en las celdas, y hasta teníamos que comer en ellas. Todo el mobiliario era de hormigón y nada se podía mover. No comprendía cómo los vecinos del pueblo de Florence habían aceptado una cárcel tan inhumana entre ellos. Pero, hoy por hoy, la industria de las prisiones es de las más fuertes en Estados Unidos. Deja dinero y eso parece ser lo único que importa.

En Florence, por las noches, los presos se comunicaban a través de una especie de respiradero que estaba cerca del techo. Había que gritar para hacerse oír, todos gritaban y aquello lo que hacía era alterar los nervios.

Yo callaba y trataba de concentrarme en el ruido de las olas, cerraba los ojos y las veía romper contra la Cueva del Indio. El griterío de la cárcel se iba desvaneciendo. El mar subía y bajaba como un torso, contagiándome su fuerza y su respiración.

Mi prisión es menos dramática. Mi prisión es la ciudad. En la ciudad no hay árboles, no hay pájaros. O no hay árboles y pájaros silvestres. Pero lo peor es que en la ciudad no hay silencio. A veces tardo 20 días en regresar a Campo Florido, donde nací, y cuando bajo de la guagua voy lentamente. Entro en un camino de tierra que mi familia ha mejorado durante años, cruzo el puente viejo, que dicen que está al caerse, pero yo sé que no lo hará mientras yo esté caminando.

Tenemos dos puentes, uno de hierro oxidado que hizo mi abuelo antes de que yo naciera para que sus hijos pudieran cruzar el río e ir a la escuela y otro más reciente. El último lo construimos con mampostería de los refugios que habían hecho los militares en las montañas donde vivo. Eso debe ser ilegal, pero bueno – coger la mampostería, o hacer los refugios-… Yo cruzo por el viejo porque me da lástima. Siento que el día en que dejemos de usarlo para siempre se va a caer. Y yo no quiero que eso pase; porque en ese puente dibujábamos con tiza el pon y saltábamos cuando éramos niñas, mis primas y yo. Mi familia hizo cuatro casas, dos puentes y un pozo de agua. Pronto serán cinco casas.

Sé que algún día pasaré toda una noche en la costa, y esperaré a que despunte el día. Luego quisiera hacer lo mismo en Jayuya, ver la salida del sol sobre la cordillera.

Sé que algún día pasarás toda una noche en la costa, y esperarás a que despunte el día. Y luego harás lo mismo en Jayuya y verás la salida del sol sobre la cordillera. Con la esperanza de que cuando eso suceda lleves contigo estas cartas, te abraza, una nieta…

Con esa esperanza, en resistencia y lucha, te abraza tu abuelo…

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