En el otoño de 2003, si es que se le puede llamar otoño a ese periodo que va entre octubre y diciembre en Cuba, mi padre y yo cursábamos el décimo grado. Al mismo tiempo. No en el mismo sitio. Yo me largaba los lunes a la Lenin. Él se largaba todas las tardes a la Facultad Obrero Campesina (FOC) que sesionaba en la secundaria Reemberto Abad, de Peñas Altas.
A mí me gustaba estudiar. A mi padre, no mucho. Yo había ido a la Lenin para poder llegar hasta la universidad. Mi padre había matriculado la FOC porque en su trabajo exigían doce grado incluso para limpiar pisos. La medida era reciente y hasta los obreros que hacían «tratamiento térmico» debían mostrar el título o probar que estaban estudiando. Mi padre trabajaba en una fábrica. Nunca entendí bien qué se fabricaba allí además de los camellos que inundaron La Habana en los noventa. De ocho a cinco se paraba frente a unas calderas enormes donde se cocía algún metal.
Cuando yo regresaba de la beca los viernes, a veces los sábados, hacíamos juntos las tareas de matemáticas, las composiciones de español, las fórmulas de química y nos quejábamos de la física. A veces las ecuaciones no le daban y los símbolos químicos eran incorrectos. Se levantaba de la mesa con ese mal genio que heredé y decía que ya estaba muy viejo para eso, que llevaba veinte años trabajando en el mismo sitio y que nunca había cometido un error. ¿Qué iba a cambiar con un título? Yo me encogía de hombros y respondía mi tarea y la suya.
En el otoño de 2003 llegó un señor de España a la biblioteca pública de Guanabo. Dijo que tenía seis cajas de libros para donar. Que era lo menos que podía hacer por Cuba. Yo, que devoré el Conde de Montecristo y los pocos Salgari que quedaban en esa biblioteca en séptimo grado; yo, que usaba el número 130 en mi carnet de usuaria, fui una de las primeras en enterarme. Eran veinte Julio Verne. Eran dos Orwells. Eran muchos Vargas Llosa, un Bolaños, varios Salgaris y un García Márquez. No era Cien años de soledad. No era El amor en los tiempos del cólera. Tampoco El coronel no tiene quien le escriba. Era Doce cuentos peregrinos.
Decía el libro, en el prólogo, que García Márquez lo había escrito durante 18 años. Ese lunes, antes de irme a la Lenin, creí que lo había guardado en la maleta. Olvidé que se había quedado debajo de mi almohada en casa de mi padre. Cuando llegué el viernes, no hubo tareas de física, química o matemáticas. Mi padre, acabado de llegar del sitio donde se había inventado el mismísimo camello, tenía el libro en las manos. «Lo acabo de terminar», dijo. «Es el único libro que me he leído en mi vida».
Mi padre tenía, en ese momento, 41 años.
A la semana siguiente me las arreglé para buscarle otro libro. El estipendio que podía darme mi abuela ascendía a 10 pesos. Encontré unas cartas de Lezama Lima en cinco y me sobraba dinero. Escribí con una caligrafía apurada en la primera página y se lo di el viernes. No leyó una página.
Quince días después, me dijo: «He vuelto a leer, por segunda vez, los cuentos peregrinos».
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En esa época, el comandante, que oficialmente nunca se ha equivocado, había dicho que que hasta los choferes de tractores debían ir a la universidad. Supongo que por eso a tu padre obrero los burócratas, implementando lo orientado por el comandante, solamente le pidieran un 12 grado. Esas son las cosas que arruinan a un país.
Precioso!
Precioso! Lindo. Lindo!